Pongamos optimismo y buen humor a nuestras vidas, la pasaremos mejor, pues en igualdad de condiciones, sale siempre ganando quien toma las cosas con alegría, optimismo y buen humor, viendo el lado positivo de las cosas.
Podemos diferenciar entre valor y virtud, sabiendo que el primero existe en sí mismo y es permanente. En cambio, la virtud, es cuando se utiliza el valor y se lleva a la práctica. Entonces el valor se convierte en una virtud y hace a la persona humana buena y feliz.
La aplicación en la vida de los actos humanos virtuosos (que hacen feliz al hombre) permite a la persona ir alcanzando la madurez en el trato con sus semejantes. Abandonemos lo que nos destruye y acudamos a lo que nos hace felices.
Decía León Tolstoi (1828 – 1910): “El secreto de la felicidad no es hacer siempre lo que se quiere, sino querer siempre lo que se hace” Querer el bien de los demás y estar olvidado de uno mismo. En otras palabras: nosotros no existimos y los demás sí.
“El mundo de las cosas en que vivimos pierde su equilibrio cuando, desaparece su cohesión con el mundo del amor” (Tagore).
“Media humanidad se levanta todos los días dispuesta a engañar a la otra media” (refrán popular). “El hombre es un lobo para el hombre” (Hobbes). “No te fíes ni de tu padre” (frase popular). Esta posición negativa ante la vida, nos lleva directamente al pesimismo y a una terrible incomodidad.
El optimismo es una parte de la respuesta. El pesimismo es siempre una parte del problema.
El mundo no es tan malo como lo pintan. El mundo es bueno y lo hacemos malo los hombres con nuestras tonterías. Necesitamos un hogar luminoso y alegre: donde se mira a los ojos, donde se trabaja, se ríe, se vive la alegría. Para conseguir esta alegría se necesita mucho valor, renuncias, sacrificios de cada uno de los miembros que integran la familia, olvidándose de uno mismo.
“Aunque a veces se meta en tu alma la desgana y te parece que lo dices solo con la boca, renueva tus actos de fe, de esperanza, de amor. ¡No te duermas!, porque, si no, en medio de lo bueno, vendrá lo malo y te arrastrará” (san Josemaría. Surco, n.389).
“Es ara para mí una alegría oír sonar el reloj: veo transcurrida una hora de mii vida y me creo un poco más cerca de Dios” (Santa Teresa de Jesús).
El don de la sencillez es lo cotidiano, donde cada uno cumple su cometido y se preocupa por los demás. Recordemos que la caridad bien entendida comienza por uno mismo, pasando inadvertido, tratando de comprender al prójimo.
La única manera de vivir la alegría consiste en estar uno gozoso y contagiar esa alegría a los demás. Esta alegría la tenemos que dar y enseñar a vivir. La alegría es el lubricante que hace más llevaderos los roces en el trato.
Cada uno es único e irrepetible y tiene sus peculiaridades.
Hemos de vivir la alegría en el trato. No se trata de adoptar posturas dulzonas, sino de decir las cosas como son, objetivamente, y en el tono correspondiente, según las circunstancias. Por ejemplo, un “por favor”, que bien cae cuando estemos lo que estemos haciendo. Es un error avasallar a los demás con nuestro carácter egocéntrico.
Vivir la objetividad: las cosas son como son, y vienen una detrás de otra.
Vivir el equilibrio en las relaciones con los demás, ser cordiales, humanos, felices Si queremos estar alegres y dar alegría: no nos creamos ni los más listos, ni los depositarios de la razón, ni los imprescindibles. De lo contrario adoptaremos la ley del más fuerte.
Respetar el punto de vista ajeno: saber escuchar. Todos nos necesitamos los unos a los otros, por ende, se aprende más escuchando. Hablando se entiende la gente. Si aceptamos y amamos la verdad, podemos convivir en una pluralidad de opiniones o criterios.
Para llegar a esta convivencia alegre, antes hay que respetar la libertad de las conciencias. Actuar pensando que la gente es buena, hasta que no demuestren lo contrario.
El piensa mal y acertarás es pesimista y conduce al recelo y a la desconfianza. Sonreír es acertado y lubrica el trato mutuo.


Deja un comentario